miércoles, 15 de julio de 2020

El reino de las mujeres

EL REINO DE LAS MUJERES






Por Antón Chejov

LA VÍSPERA

Ahí estaba el fajo de billetes. Provenía de la dacha del bosque, del
almacenista. Éste especificaba que enviaba mil quinientos rublos arrebatados a
alguien por la vía judicial en un pleito ganado en segunda instancia. A Anna
Akimovna no le agradaban estas cosas, y palabras como ganar un pleito y por
la vía judicial le asustaban. Sabía que no había que cometer injusticias y, por
alguna razón, cuando el director de la fábrica, Nazarich, o el almacenista de la
dacha quitaban algo por la vía judicial, saliendo victoriosos en este tipo de
asuntos, sentía temor y vergüenza y, por ello, ahora también experimentó esas
mismas sensaciones y deseó esconder el fajo de billetes en cualquier sitio para
no verlo.
Pensaba enfadada en que las mujeres de su generación —ella ya tenía
veinticinco años— serían ahora amas de casa, se habrían casado y dormirían
profundamente para despertarse por la mañana de estupendo humor. Muchas
de las casadas ya tendrían niños. Sólo ella, como una vieja, se veía obligada a
permanecer sentada delante de estas cartas, haciendo anotaciones sobre ellas,
respondiendo la correspondencia para pasarse después toda la tarde, hasta
medianoche, sin nada que hacer, a la espera de conciliar el sueño; durante todo
el día siguiente la felicitarían y atendería peticiones y al otro seguramente
habría un escándalo en la fábrica, pegarían a alguien o alguien moriría por
causa del vodka y a ella le remordería la conciencia. Finalizadas las fiestas,
Nazarich despediría a unos veinte hombres y esos veinte hombres se
apelotonarían con las cabezas descubiertas junto a su puerta y sentiría
remordimientos al dirigirse hacia ellos para echarlos como perros. Y todos sus
conocidos la criticarían a sus espaldas y le enviarían anónimos tachándola de
explotadora acaudalada, que se come la vida de los demás y chupa la sangre a
sus trabajadores.
Tenía a un lado una carpeta donde guardaba la correspondencia leída. La
remitían demandantes hambrientos, borrachos cargados de hijos, enfermos,
humillados, incomprendidos… Ana Akimovna ya había apuntado en cada
carta a quién le daría tres rublos, a quién cinco. Hoy las haría llegar al contable
y mañana se entregarían allí los subsidios o, como dicen los obreros, «la
comida de las fieras».
Se repartirán cuatrocientos setenta rublos, un tanto por ciento del capital
testamentado por el difunto Akim Ivanich para los pobres y los indigentes. Se
agolpará una muchedumbre informe. Desde el portal hasta las puertas del
contable se formará una larga cola de gente extraña con cara de fiera,
harapienta, aterida de frío, hambrienta y borracha, vitoreando con sus voces
roncas a la madre redentora Anna Akimovna y a sus padres; los de atrás
empujarán a los de delante y los de delante proferirán insultos. El contable,
molesto por el ruido, las blasfemias y los lamentos, se levantará y abofeteará a
alguien para placer de los demás. Y su gente, los trabajadores, que no han
recibido por las fiestas nada salvo su salario, y ya se lo han gastado todo,
celebrarán el espectáculo en medio del patio, unos y otros riendo y mirando
con envidia de una manera irónica.
«Los comerciantes, y particularmente sus mujeres, aman más a los pobres
que a sus propios obreros —pensó Anna Akimovna—. Siempre ha sido así».
Su mirada se detuvo en el fajo de billetes. «Sería bueno repartir mañana
este dinero innecesario y repugnante entre los trabajadores, pero no conviene
darles nada de forma gratuita, porque volverían a pedir. ¿Y qué suponen estos
mil quinientos rublos si en la fábrica hay algo más de mil ochocientos
trabajadores, sin contar a sus mujeres e hijos? Quizás fuera mejor elegir entre
cualquiera de los demandantes que han escrito estas cartas y que hace tiempo
perdieron la esperanza de una vida mejor, y darle a él los mil quinientos
rublos. Este dinero le aturdirá como una tormenta y es posible que por primera
vez en la vida se sienta feliz». La idea le entretenía porque le parecía original y
divertida. Extrajo al azar una carta de la carpeta y la leyó. Era de un secretario
de alguna provincia, llamado Chalikov, desempleado desde hacía tiempo,
enfermo, que vivía en la casa de Guschin. Su mujer padece tisis y tiene cinco
hijas pequeñas. Anna Akinovna conocía muy bien la casa de cuatro plantas de
Guschin donde vivía Chalikov. ¡Era indecente, insalubre y putrefacta!
«Pues se lo daremos a este Chalikov —decidió—. No se lo enviaré, será
mejor que se lo lleve personalmente para evitar murmuraciones innecesarias.
Sí —pensaba al meterse en el bolsillo los mil quinientos rublos—. Los visitaré
y quizás encuentre algún sitio donde recoger a las hijas».
Cuando llamó para ordenar que le prepararan los caballos se sentía feliz.
Al sentarse en el trineo eran más de las seis de la tarde. Las ventanas de
todos los pabellones estaban muy iluminadas y, por eso, se hacía más evidente
la oscuridad que reinaba en el enorme patio. Junto a las puertas, al fondo del
patio, cerca de los almacenes y de los barracones de los obreros, brillaban
encendidas las farolas eléctricas.
Aquellos pabellones, almacenes y barracones, oscuros y lúgubres, donde
vivían los trabajadores no eran del agrado de Anna Akimovna y le producían
aprensión. Después de la muerte de su padre sólo había estado en una ocasión
en el pabellón principal. Los altos techos con vigas de hierro, la gran cantidad
de enormes ruedas que se movían con rapidez, de correas de transmisión y
palancas, el silbido estridente, el chillido del acero, el tintineo de las
vagonetas, la respiración dura del vapor, las caras pálidas, amoratadas o negras
por el polvo del carbón, las camisas mojadas por el sudor, el reflejo del acero,
el cobre o el carbón, y el viento, algunas veces muy caliente, otras frío, daban
la impresión de estar en el infierno. Le parecía que las ruedas, las palancas y
los cilindros calientes y estridentes intentaban desprenderse unos de otros para
destruir a las personas, y las personas, con cara de preocupación, sin oírse
unos a otros, corrían y se movían cerca de las máquinas, intentando detener su
terrible movimiento.
Una vez le habían mostrado algo a Anna Akimovna y se lo habían
explicado respetuosamente. Recordaba cómo sacaron del horno un trozo de
hierro candente en el Departamento de Herrería y cómo un viejo con una
correa en la cabeza y otro joven de blusa azul, una cadena en el pecho y cara
de enfado —los dos debían ser capataces subalternos— golpeaban el bloque
de hierro con martillos y cómo destellaban por todas partes chispas doradas y
cómo, pasado algún tiempo, retumbaba ante ella una enorme lámina de hierro;
el trabajador de más edad permanecía de pie en posición firme y sonreía, y el
joven se secaba la cara sudorosa con la manga y le daba explicaciones a ella.
Y también recordaba a un viejo tuerto que en otro departamento serraba un
trozo de hierro del que caía un polvillo fino, y cómo un pelirrojo con gafas
oscuras y camisa agujereada trabajaba en un torno dando forma a un trozo de
acero; la máquina rugía, chillaba y silbaba y a Anna Akimovna ese ruido le
provocaba náuseas y sentía como si le taladrasen los oídos. Miraba, escuchaba,
no comprendía, sonreía con benevolencia y se avergonzaba. ¡Qué extraño le
parecía alimentarse y recibir cientos de miles de rublos gracias a algo que no
entendía y era incapaz de amar!
A los pabellones de los obreros no había entrado ni una sola vez. Dicen que
allí hay humedad, pulgas, corrupción, caos. Lo admirable es que todos los
años se destinan mil rublos para el mantenimiento de los pabellones pero, si
creemos lo que dicen las cartas anónimas, la situación de los trabajadores cada
año es peor…
«Cuando vivía mi padre había más orden —pensó Anna Akimovna
saliendo del patio—, porque él mismo había sido obrero y sabía qué hacía
falta. Yo no sé nada y sólo hago tonterías».
De nuevo le asaltó el aburrimiento, ya no estaba tan contenta y pensar en
aquel hombre dichoso al que le iban a caer del cielo mil quinientos rublos ya
no le parecía tan original y divertido. La idea de ir a favorecer a un tal
Chalikov, mientras en su casa se hundía poco a poco un negocio millonario y
los trabajadores vivían en los pabellones peor que si fueran presos, significaba
para ella hacer tonterías y engañar a su propia conciencia. Por la carretera y el
campo próximo a la misma, en dirección hacia las luces de la ciudad,
marchaba una muchedumbre de trabajadores de fábricas vecinas, la de papel y
la de tela. En el aire frío se escuchaban risas y animadas conversaciones. Anna
Akimovna observó a las mujeres y a los niños y, de repente, ella también quiso
ser sencilla, grosera y humilde. Recordaba claramente aquel tiempo lejano en
que la llamaban Aniutka y se arropaba junto a su madre bajo una misma
manta, mientras en la otra habitación la lavandera lavaba la ropa y de las
contiguas surgían risas, insultos, llanto de niños, una armónica, el murmullo
de las máquinas de tornear y de coser. Recordaba cómo su padre, Akim
Ivanich, que conocía casi todos los oficios, ajeno a la estrechez y el ruido,
soldaba algo cerca de la chimenea, dibujaba o cepillaba. Sintió ganas de lavar,
planchar, correr por el despacho y la taberna, como hacía cada día cuando
vivía con su madre. ¡Cómo le gustaría ser una trabajadora y no la dueña! ¡Qué
extraña le parecía su gran casa con lámparas y cuadros, el lacayo Mishenka
con el frac y los bigotes aterciopelados, la hermosa Barbarushka, la lisonjera
Agafiushka y todos esos jóvenes de ambos sexos que venían cada día a pedirle
dinero y ante los cuales, sin saber por qué, se sentía culpable, y esos
funcionarios, doctores y damas que la adulaban y se beneficiaban a su costa,
despreciándola secretamente por su procedencia humilde!
Al llegar a la caseta del paso a nivel, aparecieron esparcidas casas con
huertos y, por fin, la ancha calle donde se alzaba la popular casa de Guschin.
En la calle, ahora silenciosa en vísperas de fiesta, por lo general había un gran
movimiento. Se sentía el ruido de los restaurantes y cervecerías. Si en ese
momento pasara alguien que no fuera de aquí, que viviera en el centro de la
ciudad, sólo repararía en los borrachos sucios e injuriosos, pero Anna
Akimovna, que desde la infancia había vivido en esta zona, veía en la
muchedumbre a su difunto padre, a su madre, a su tío. Su padre era un alma
débil y vaga, un poco fantasioso, despreocupado y frívolo. Carecía de pasión
por el dinero, el prestigio social, el poder; decía que el obrero no tenía tiempo
para dedicarse a fiestas e ir a la iglesia; y si no hubiese sido por su mujer
quizás nunca hubiera ayunado y hasta habría comido carne en días de vigilia.
En contraposición, en lo tocante a la religión su tío Ivan Ivanich se mostraba
duro como un roble; en la política y en la moral era severo e inexorable y
cuidaba no sólo de sí mismo sino también de sus sirvientes y conocidos. ¡No
quisiera Dios que fueras a su habitación y no te santiguases! Las suntuosas
dependencias donde actualmente vivía Anna Akimovna, las tenía él cerradas y
sólo las abría en las grandes fiestas para los huéspedes importantes. Él mismo
vivía en la oficina, en un pequeño cuarto lleno de iconos. Simpatizaba con el
Rito Antiguo y continuamente acogía a obispos y sacerdotes de esa
orientación, aunque estaba bautizado, casado y enterró a su mujer con la
liturgia de la Iglesia ortodoxa. A su hermano Akim, su único heredero, no le
quería por su frivolidad —que él llamaba simpleza y estupidez— e
indiferencia hacia la fe. Lo mantenía en la fábrica como a un trabajador más y
le pagaba dieciséis rublos al mes. Akim lo trataba de usted y en las grandes
solemnidades se postraba a sus pies al igual que el resto de su familia. Pero
tres años antes de su muerte, Ivan Ivanich se acercó a él, le perdonó y ordenó
contratar una criada para Aniutka.
El portal de la casa de Guschin era oscuro, recóndito y maloliente. Cerca
de las paredes se escuchaban toses de hombres. Dejando el trineo en la calle,
Anna Akimovna entró en el patio y allí preguntó por el número cuarenta y
seis, que era donde vivía el funcionario Chalikov. Le mandaron a la última
puerta a la derecha, en la tercera planta. Incluso en la escalera se notaba ese
mismo olor asqueroso percibido en el portal. Durante su infancia, cuando el
padre de Anna Akimovna era un obrero sencillo, ella vivía en casas similares.
Después, cuando las circunstancias cambiaron, las visitaba a menudo con fines
benéficos. Hace tiempo que le era familiar la estrecha escalera de piedra con
escalones altos, los descansillos entre los pisos, la lámpara mugrienta en el
hueco de la escalera, el hedor, los lebrillos, los cazos, los harapos junto a las
puertas en los descansillos. Una estaba abierta y, a través de ella, se veían
sastres judíos sentados a las mesas mientras cosían cubiertos con sombreros.
La gente le salía al encuentro en la escalera, pero no tenía miedo a que la
ofendieran. Temía tan poco a estos trabajadores como a sus educados
conocidos.
El apartamento número cuarenta y seis comenzaba por la cocina.
Generalmente en las casas de los obreros de las fábricas y de los profesionales
huele a barniz, alquitrán, cuero, humo, dependiendo de aquello a lo que se
dedique el amo; los apartamentos de los nobles arruinados y de los
funcionarios eran conocidos por su olor apestoso y amargo. Ese mismo olor
asqueroso le vino ahora a Anna Akimovna apenas hubo atravesado el umbral.
En una esquina, detrás de una mesa, se sentaba un hombre con levita y la
espalda apoyada en la pared, que pudiera ser el mismo Chalikov; y con él
había cinco chicas. La mayor, de cara redonda y delgada, con una peineta en la
cabeza, aparentaba tener unos quince años y la más joven, gordita, con el
cabello de punta como un erizo, no tendría más de tres. Los seis estaban
comiendo. Cerca de la chimenea, con un hurgón en la mano, había una mujer
pequeña, muy delgada y con la cara amarillenta, vestida con falda y camisa
blanca; la mujer estaba embarazada.
—No esperaba de ti, Lizochka, que fueras tan desobediente —reprochaba
el hombre—. ¡Ay, ay qué vergüenza! ¿Significa que quieres que tu papaíto te
pegue? ¿Verdad?
Al ver en el umbral a una dama desconocida, la delgada mujer soltó el
hurgón temblando.
—¡Vasilii Nikitich! —exclamó lentamente con voz sorda, como si no
creyera lo que veían sus ojos.
El hombre miró y se sobresaltó. Se trataba de una persona huesuda, de
hombros estrechos, con las sienes hundidas y el pecho liso. Sus ojos eran
pequeños, profundos, con círculos oscuros, su nariz larga como de pájaro y un
poco torcida a la derecha, la boca ancha. Su barba se dividía en dos mitades, el
bigote lo llevaba afeitado y por eso parecía más un lacayo que un funcionario.
—¿Vive aquí el señor Chalikov? —preguntó Anna Akimovna.
—Así es —contestó Chalikov de forma severa, pero en ese mismo
momento reconoció a Anna Akimovna y gritó—: ¡Señora Glagoleva! ¡Anna
Akimovna!
Y de repente se quedó sin aliento, suspiró y sacudió las manos, todo ello
motivado por la sorpresa.
—¡Bienhechora! —corrió hacia ella bramando con un gemido y quedó
como paralizado. Su barba estaba llena de col y olía a vodka. Inclinó su frente
hacia el manguito de ella y se quedó inmóvil.
—¡La mano! ¡Deme esa mano bendita! —dijo él, jadeando—. ¡Esto es un
sueño! ¡Un sueño maravilloso! ¡Niños, despertadme!
Se volvió hacia la mesa y gimió con voz sollozante, agitando los puños:
—¡La Providencia nos ha escuchado! ¡Ha llegado nuestra liberadora,
nuestro ángel! ¡Estamos salvados! ¡Niños, de rodillas, de rodillas!
La señora de Chalikov y las chicas, excepto la más joven, comenzaron a
levantarse rápidamente de la mesa sin saber qué hacer.
—Ha escrito usted que su mujer estaba enferma —dijo Anna Akimovna y
comenzó a sentir vergüenza y lástima.
«No le daré los mil quinientos», pensó.
—Ahí está mi esposa —contestó Chalikov, poniendo una voz fina de
mujer, como si le subieran las lágrimas a los ojos—. Ahí está. ¡Tan
desgraciada! ¡Con un pie en la tumba! Pero nosotros, señora, no nos quejamos.
Es mejor morir que vivir de esta manera. ¡Muere, desgraciada!
«¿A qué viene esta comedia? ¿Para qué se esfuerza? —pensó Anna
Akimovna con enfado—. Se nota que está acostumbrado a tratar con
comerciantes».
—Hablemos como personas —dijo ella—. No me gustan las comedias.
—Sí, señora, cinco niños huérfanos alrededor de la tumba de su madre
flanqueada por cirios. Eso sí es una comedia. ¡Ahí! —exclamó Chalikov con
amargura y se giró.
—¡Calla! —murmuró la mujer, agarrándole de las mangas—. Está todo
muy desordenado —continuó dirigiéndose a Anna Akimovna—,
perdónenos… El problema familiar lo conoce usted. Vivimos con estrechez,
pero no nos avergonzamos.
«No le daré los mil quinientos», se dijo de nuevo Anna Akimovna.
Y para deshacerse de estas personas y del olor agrio, ya había sacado el
monedero y decidido dejarles veinticinco rublos, no más. Pero, de pronto, le
remordió la conciencia por haber ido tan lejos y haberles molestado con
tonterías.
—Si me dais papel y tinta le escribiré ahora mismo al doctor, un buen
amigo mío, para que venga a visitaros —añadió sonrojándose—. Es un doctor
muy bueno y os daré para comprar los medicamentos.
La señora de Chalikov se fue a limpiar la mesa.
—¡Esto está sucio! ¡A dónde vas! —murmuró Chalikov, mirándola con
enfado—. ¡Acompáñala a la habitación del huésped! Por favor, señora, me
atrevo a pedirle que vayamos a la habitación del huésped —se dirigió a Anna
Akimovna—. Allí está todo más limpio.
—¡Osip Ilich no permite entrar en su habitación! —protestó severamente
una de las niñas.
Pero a Anna Akimovna ya la habían sacado de la cocina a través de una
habitación de paso estrecha, entre dos camas. Por la disposición de las camas
se veía que en una dormían dos niñas a lo largo y, en otra, tres a lo ancho. El
siguiente cuarto era el del huésped y ése sí que estaba ordenado: una cama
aseada con un edredón de lana roja, una almohada con funda blanca, una mesa
cubierta por un mantel de cáñamo y sobre él un tintero de porcelana, plumas,
papel, fotografías con marcos, todo en su sitio, y en otra mesa relojes
desmontados. De las paredes colgaban martillos, tenazas, taladros, escoplos,
brocas, etcétera. Había tres relojes de pared que tintineaban. Todos los relojes
eran grandes, con grandes pesas, como los de las tabernas.
Preparándose para escribir la carta, Anna Akimovna descubrió ante ella, en
la mesa, un retrato de su padre y otro de ella. Eso la dejó admirada.
—¿Quién vive aquí? —preguntó.
—El señor Pímenov, señora. Trabaja en la fábrica.
—¿Sí? ¡Yo pensaba que era un relojero!
—Se dedica a los relojes en sus ratos libres, es un aficionado…
Tras una pausa, cuando sólo se oía el tic tac de los relojes y la pluma
escribiendo sobre el papel, Chalikov suspiró y dijo con burla e indignación:
—Se dice ciertamente: «con generosidad y con linaje no haces un abrigo».
En la frente una medalla, un título nobiliario y nada qué comer. En mi opinión,
si un hombre sin títulos ayuda a los pobres, éste es más generoso que cualquier
Chalikov hundido en la pobreza y en el vicio.
Para halagar a Anna Akimovna, todavía dijo algunas otras frases ofensivas
contra sí mismo; estaba claro que se humillaba por considerarse mejor que
ella. Entre tanto, ella terminó la misiva y la selló. La carta sería tirada y el
dinero no serviría para cura alguna —ella lo sabía—, pero de todas formas
puso en la mesa veinticinco rublos y, pensándoselo mejor, añadió dos billetes
rojos más. La mano delgada y amarillenta de la señora Chalikov, parecida a la
pata de una gallina brillando ante sus ojos, apretó el dinero con su puño.
—Ha tenido usted la bondad de darnos para medicamentos —dijo
Chalikov con una voz temblorosa—. Pero tienda la mano para ayudarme a mí
y a mis hijos —añadió y se encendió—, a estos niños desgraciados. No temo
por mí, sino por mis hijas. Temo el peso de la corrupción.
Al intentar abrir el monedero, el cierre se estropeó. Anna Akimovna,
confundida, se puso colorada. Sentía vergüenza por el hecho de que ante ella
la gente miraba sus manos y esperaba caridad, mientras en lo profundo de sus
corazones realmente se reían de ella. En ese momento alguien entró en la
cocina y golpeó el suelo con las piernas para sacudirse la nieve.
—Ha llegado el señor —dijo la mujer de Chalikov.
Anna Akimovna se sintió aún más confusa. No quería ser sorprendida por
alguien de la fábrica en situación tan absurda. Como si hubiera sido de manera
intencionada, el huésped entró en su habitación en el mismo momento en el
que ella, rompiendo por fin el cierre del monedero, le daba a Chalikov algunos
billetes y éste, mugiendo como un buey, buscaba con sus labios dónde besarla.
En la habitación reconoció al trabajador que una vez hizo resonar delante de
ella una lámina de hierro y le dio explicaciones en el Departamento de
Herrería. Estaba claro que acababa de llegar de la fábrica. Su cara estaba
oscura por el hollín y en una mejilla tenía manchas de alquitrán. La blusa sin
cinturón brillaba por la grasa del aceite. Era un hombre de unos treinta años,
de estatura mediana, pelo negro, ancho de hombros y, al parecer, bastante
fuerte. Anna Akimovna vio en él desde el primer momento a un capataz que
cobraría no menos de treinta y cinco rublos al mes, severo, gritón, que
vociferaba a sus trabajadores; esto se percibía por su modo de permanecer de
pie, por la pose que adoptó al ver en su habitación a una dama y, lo más
importante, porque llevaba los pantalones por fuera, bolsillos en el pecho y
una barba fina, afeitada de una forma muy bonita. Su difunto padre, Akim
Ivanich, aunque era hermano del amo, temía a los capataces del tipo de este
huésped y los halagaba.
—Perdone, en su ausencia nos hemos acomodado aquí —dijo Anna
Akimovna.
El trabajador la contempló con admiración, sonrió confusamente y calló.
—Hable más fuerte señora —dijo por lo bajo Chalikov—. El señor
Pímenov está un poco sordo cuando viene de la fábrica por las tardes.
Pero Anna Akimovna, contenta de no tener nada más que hacer allí,
inclinó la cabeza y salió rápidamente. Pímenov la siguió para acompañarla.
—¿Hace tiempo que trabaja usted aquí? —preguntó en voz alta sin
volverse hacia él.
—Desde hace unos nueve años. Yo ya trabajaba aquí con su tío.
—¡De eso hace mucho tiempo! Mi tío y mi padre conocían a todos sus
trabajadores y yo no conozco a casi nadie. A usted le he visto antes, pero no
sabía que se apellidaba Pímenov.
Anna Akimovna sintió el deseo de justificarse, dándole a entender que el
dinero entregado era más una broma que algo serio.
—¡Oh, es una desgracia! —suspiró ella—. Hacemos actos caritativos
durante las fiestas y los días laborables sin conseguir resultados. Me parece
que ayudar a los que son como Chalikov es inútil.
—Claro que es inútil —Pímenov estaba de acuerdo—. Todo cuanto se le
da se lo bebe. Y ahora marido y mujer estarán toda la noche abrazándose el
uno al otro y peleándose —añadió él y se echó a reír.
—Sí, hay que reconocerlo, nuestra filantropía es inútil, aburrida y molesta.
Pero también es verdad que no puede quedarse uno de brazos cruzados, hay
que intentar algo; por ejemplo, ¿qué hacemos con Chalikov?
Se volvió hacia Pímenov y se quedó parada a la espera de una respuesta. Él
también se detuvo, encogiéndose de hombros lentamente y en silencio. Estaba
claro que sabía qué hacer con Chalikov, pero era algo tan grosero e inhumano
que no se atrevió a confesarlo. La familia de Chalikov era para él tan
insignificante y tenía tan poco interés que, después de un instante, ya no se
acordaba de ellos; mirando a los ojos de Anna Akimovna le sonrió y su
expresión era como si hubiera soñado algo muy bueno.
En ese momento Anna Akimovna, de pie junto a Pímenov, al observar sus
ojos se dio cuenta de que estaba cansado y de que tenía ganas de dormir.
«¡A él sí le daría los mil quinientos rublos!», pensó. Pero esta idea le
pareció impropia y ofensiva para Pímenov.
—Probablemente le duela a usted todo el cuerpo de tanto trabajar y, sin
embargo, ha salido a acompañarme —dijo mientras bajaba la escalera—.
Váyase a casa.
Pero él no le prestó atención. Cuando llegaron a la calle, se adelantó, quitó
el cinturón al trineo y, acomodando a Anna Akimovna, exclamó:
—¡Que pase unas buenas fiestas!

LA MAÑANA

—¡Hace tiempo que han llamado! ¡Castigo del Señor! ¡Ya no le da tiempo
a llegar! ¡Levántese!
—Ahí van dos caballos —exclamó Anna Akimovna al despertarse. Su
doncella, la pelirroja Masha, estaba de pie ante ella con una vela en las manos.
—¿Qué ocurre? ¿Qué pasa?
—¡La misa ya ha terminado! —dijo Masha desesperada—. Es la tercera
vez que la despierto. No tengo ningún inconveniente en que duerma hasta la
tarde, pero usted misma me dio la orden de despertarla.
Anna Akimovna se incorporó apoyada en un codo y echó un vistazo por la
ventana. En el patio reinaba todavía la oscuridad y sólo se podía ver el reflejo
de la nieve en el alfeizar de la ventana. Pudo sentir el tañido denso y bajo de
campanas, pero éste no provenía de la parroquia sino de alguna iglesia más
apartada. El reloj de la mesa marcaba las seis y tres minutos.
—Está bien Masha, está bien, dame tres minutos —le suplicó Anna
Akimovna y se cubrió la cabeza.
Le venía a la imaginación la nieve de los tejados, el trineo, el cielo oscuro,
la muchedumbre en la iglesia, el olor a enebro y se sintió sobrecogida; no
obstante, decidió que en ese momento se levantaría e iría a la misa matutina a
pesar de la lucha que estaba librando contra el sueño —que se vuelve
admirablemente dulce cuando a uno no se le permite dormir— y lo a gusto que
se encontraba en la cama. También le vino a la imaginación el jardín enorme
de la montaña y la casa de Guschin, sin olvidar la misma idea incesante de que
tenía la necesidad de levantarse en ese mismo instante e ir a la iglesia.
Pero cuando se levantó, ya había amanecido del todo y el reloj marcaba las
nueve y media. El pueblo estaba cubierto de blanco y el aire era
extraordinariamente claro, transparente y suave. Anna Akimovna, al mirar por
la ventana, quiso suspirar profundamente en primer lugar y, cuando se aseaba,
se removió en su pecho una imagen de su infancia, la alegría de que hoy era
Navidad y su alma se sintió libre, limpia y ligera, como si también se hubiera
lavado o sumergido en la blanca nieve.
Masha, vestida y ajustada con un corsé, entró en la habitación y le felicitó
las fiestas. Después la peinó durante largo tiempo y le ayudó a ponerse el
vestido. El olor a perfumes frescos de un traje nuevo, pomposo y excelente, y
su suave sonido excitaron a Anna Akimovna.
—Ha llegado la Navidad —exclamó con alegría hacia Anna—. ¿Por qué
no adivinamos el futuro?
—El verano pasado me salió estar con un viejo. Me salió lo mismo en tres
ocasiones.
—Pero Dios es misericordioso.
—¿Qué le vamos a hacer, Anna Akimovna? Mejor es estar con un viejo
que con nadie —afirmó Masha con tristeza y suspiró—. Tengo ya veintiún
años y eso ya no es una broma.
Todos en la casa estaban al corriente de que la pelirroja Masha estaba
enamorada del lacayo Mishenka y este profundo, pasional y desesperanzado
amor ya se prolongaba tres años.
—¡No digas más tonterías! —le consoló Anna Akimovna—. Yo misma
cumpliré pronto los treinta y, no obstante, tengo la intención de casarme con
una persona joven.
Mientras el ama se vestía, Mishenka, vestido con un nuevo frac y botas
lacadas, caminaba por la sala y el salón a la espera de poder felicitarle las
fiestas. Andaba siempre de una forma particular: su paso era delicado y suave
y, al caminar, observaba siempre sus propias piernas, sus manos y el
movimiento de su cabeza. Podría pensarse que no sólo caminaba sino que
estaba aprendiendo a bailar la primera figura del cotillón. Era persona
comedida, juiciosa y piadosa como un viejo, a pesar de sus delgados bigotes
aterciopelados y su agradable aspecto de tahúr. Rezaba a Dios inclinándose
hacia el suelo y le gustaba incensar su habitación con ládano. Respetaba a los
ricos e inteligentes y se hacía el piadoso ante ellos. Despreciaba a los pobres y
pedigüeños con todas las fuerzas de su espíritu lacayo. Bajo su camisa
almidonada vestía siempre otra de franela, que no se quitaba en invierno ni en
verano para velar por su salud. Los oídos los llevaba tapados con algodón.
Cuando Anna Akimovna y Masha atravesaron la sala, él inclinó la cabeza a
un lado y exclamó con voz agradable y melosa:
—¡Anna Akimovna, tengo el honor de felicitarle por la gran fiesta del
Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo!
Anna Akimovna le entregó cinco rublos y la pobre Masha se sintió
aturdida. La belleza y la delicadeza de su aspecto, su pose, su voz y todo lo
que expresaba le impactó; siguió los pasos de su señora, pero ya no reparaba
en nada, no veía nada y sólo sonreía, unas veces de felicidad y otras de
aflicción.
La planta superior de la casa era la denominada «limpia» o «parte noble».
La inferior, que era donde trabajaba la tía Tatiana Ivanovna, había sido
bautizada con el nombre de «comercial» o «de las viejas» o, sencillamente, «la
parte de las mujeres». En la primera recibían a las personas educadas y
aristocráticas y, en la segunda, a todo aquel de procedencia más humilde y a
los conocidos de la tía. Anna Akimovna, bella, saludable, todavía joven y
fresca, sintiendo el suntuoso vestido que, le parecía a ella, desprendía brillo
por todas partes, bajó a la planta de abajo. Allí la recibieron con reproches:
que parecía mentira que ella, una persona educada, hubiera olvidado a Dios,
que se había perdido la misa y no había bajado a celebrar la Navidad. No
obstante, todos movían los brazos y reconocían que estaba muy guapa,
extraordinaria. Anna Akimovna se creía lo que le decían, se reía, besaba y le
daba a uno un rublo, a otro tres o cinco, dependiendo de la persona. Le
encantó la parte de abajo. Allí donde miraras se veían urnas para iconos,
imágenes, lámparas, retratos de personas de gran espiritualidad y olía a
convento. En la cocina se oía el golpeteo de los cuchillos y en todas las
habitaciones se percibía un olor como a carne y a leche… a algo delicioso.
Los suelos, ribeteados de amarillo, estaban brillantes y había unas
alfombras estrechas de rayas azules claras que cubrían todas las esquinas
desde la puerta. El sol penetraba por las ventanas.
En el comedor se sentaban viejas desconocidas. En la habitación de
Barbarushka también había viejas y, junto a ellas, una chica sordomuda
abochornada que decía «bla, bla». Se acercaron a besar la mano de Anna
Akimovna dos chicas delgadas, traídas a pasar las fiestas desde el orfanato, y
se pararon ante ella extasiadas por la suntuosidad de su vestido. Ella cayó en la
cuenta de que una estaba un poco encorvada y, a pesar de la alegría que sentía,
el corazón se le encogió al pensar que la despreciarían todos los chicos y
nunca se casaría. En las dependencias de la cocinera Agafiushka, delante del
samovar, permanecían sentados cinco hombres enormes con camisas nuevas,
pero no eran trabajadores de la fábrica sino parientes de ésta. Al reparar en
Anna Akimovna, se incorporaron y, por educación, dejaron de masticar,
aunque todos tenían las bocas llenas. Desde la cocina entró a felicitarle Stepan,
el cocinero, con un gorro blanco y un cuchillo en la mano. Llegaron los
conserjes con las válenki y también la felicitaron. El aguador, con carámbanos
en la barba, miró pero no se atrevió a acercarse.
Anna Akimovna caminaba por las habitaciones y todos la seguían: la tía,
Barbarushka, Nikadrovna, la costurera Marfa Petrovna y Masha la de abajo.
Barbarushka era delgada, alta, la más grande de toda la casa. Siempre vestía de
negro y olía a ciprés y a café. En todas las habitaciones se santiguaba delante
de cada icono y hacía una reverencia arqueando todo el cuerpo; por alguna
razón, al mirarla te venía a la mente que ya había preparado la mortaja para
cuando llegara la hora de su muerte y, en ese mismo baúl donde estaba la
mortaja, también escondía sus objetos más valiosos.
—Aniutinka, ten misericordia en estas fiestas —dijo ella abriendo la puerta
de la cocina—. Perdónalo y que se vaya al diablo.
El cochero Pantelei, que había sido expulsado en noviembre por sus
continuas borracheras, estaba de rodillas en medio de la cocina. Era buena
persona, pero cuando se emborrachaba se volvía violento: no podía dormir de
ninguna de las formas y se paseaba por los edificios gritando amenazador:
«¡Lo sé todo!». Ahora, a juzgar por su cara hinchada y sus ojos inyectados en
sangre, era posible observar que desde noviembre hasta estas fiestas no había
dejado de beber.
—¡Perdóneme, Anna Akimovna! —exclamó con voz ronca a la vez que
golpeaba su frente contra el suelo y enseñaba su nuca parecida a la de un toro.
— Te ha echado la tía, ¡pídeselo a ella!
—¿Qué pasa con la tía? —dijo ésta entrando en la cocina y respirando con
dificultad. Era una persona muy gorda y de pecho tan grande que
perfectamente podría llevar en él un samovar y las tazas con bandeja incluida.
—¿Qué pasa con la tía? Tú eres el ama, tú has de decidir y estos inútiles no
tendrían ni que existir. ¡Levanta berraco! —le gritó impaciente a Pantelei—.
¡Vete de aquí! Que sea la última vez que te perdono y, si vuelves a caer en ese
mismo pecado, ni se te ocurra pedir de nuevo clemencia.
Después se dirigieron al comedor para tomar café. Se acababan de sentar a
la mesa cuando entró sonriendo a toda prisa Masha la de abajo y dijo
horrorizada: «¡Los cantantes!». Después salió corriendo.
Podía percibirse el sonido de gente sonándose las narices, una tos baja y un
ruido de pasos como si hubieran traído caballos herrados hasta la entrada,
cerca de la sala. Pasado medio minuto todo se quedó en silencio. Los cantantes
comenzaron a gritar repentina y fuertemente y todos comenzaron a temblar.
Mientras cantaban, llegó el cura del asilo de los inválidos acompañado por el
diácono y el sacristán. Colocándose la estola, el cura relató perezosamente que
cuando le llamaron por la noche para las laudes estaba nevando y no hacía frío
y, por la mañana, el frío comenzó a apretar y ahora estaban a unos veinte
grados bajo cero.
—Sin embargo, muchos afirman que para el hombre el invierno es más
saludable que el verano —comentó el diácono. Pero al instante adoptó una
expresión rígida y entonó siguiendo al sacerdote: Tu nacimiento, Cristo, Dios
Nuestro.
Llegó también el cura del hospital de los obreros no especializados con el
sacristán, después las hermanas de la comunidad y los niños del orfanato. El
canto se escuchaba casi sin interrupción. Cantaron, comieron algo y se fueron.
Los empleados de la fábrica —unas veinte personas— también entraron a
felicitar. Eran personas mayores, todos de aire venerable y camisas negras
nuevas: los mecánicos y sus ayudantes, los modelistas, el contable, etcétera.
Todos parecían maravillosos, como si hubieran sido seleccionados, y cada uno
de ellos se tenía en alta estima, es decir, que sabían que si perdían hoy el
puesto de trabajo, mañana los contratarían para trabajar en otra fábrica. Por lo
visto, querían tanto a la tía que delante de ella se sentían libres e incluso
fumaban, y el contable, cuando todos se acercaron a tomar algo, la cogió por
el talle. Se comportaban con soltura, en parte quizás porque Barbarushka, que
ejercía un gran poder en los viejos y se preocupaba de la moral de los
empleados, ahora carecía en la casa de cualquier responsabilidad y porque es
posible que muchos de ellos también se acordaban de los tiempos en que la tía
Tatiana Ivanovna, a la que sus hermanos trataban de forma severa, vestía como
una mujer sencilla, a la manera de Agafiushka, y de cuando Anna Akimovna
corría por el patio cerca de los pabellones y ellos la llamaban Aniutka.
Los empleados comían, hablaban y miraban perplejos a Anna Akimovna:
¡Cuánto había crecido!, ¡cuánto había mejorado!
No obstante, esta chica delicada y educada por gobernantas y profesores
les parecía extraña y eran incapaces de comprenderla. Ellos se mantenían
involuntariamente cerca de la tía que les tuteaba, les invitaba sin parar y
brindaba con ellos. Se habían tomado ya dos copas de licor de serba. Anna
Akimovna siempre había temido que pensaran que ella era orgullosa y
advenediza y, ahora, mientras los obreros se agolpaban cerca de los aperitivos,
permaneció en el comedor para intentar tomar parte en la conversación. A
Pímenov, al que conoció el día anterior, le preguntó:
—¿Por qué tiene usted tantos relojes en la habitación?
—Porque me gusta arreglarlos —contestó él—. Me dedico a esto en mis
ratos libres, en las fiestas o cuando no tengo sueño.
—¿Significa eso que si se me estropea el reloj, se lo puedo dar a usted para
que me lo repare? —inquirió Anna Akimovna con una sonrisa.
—¡Claro que sí, lo haría con gusto! —exclamó Pímenov. Y se quedó
impresionado cuando ella, despreocupadamente, se desató de la cinturilla su
maravilloso reloj y se lo entregó. Él lo miró en silencio y se lo devolvió—.
¡Claro que sí, lo haría con gusto! —repitió—. Ya no arreglo relojes de bolsillo;
tengo la vista muy cansada y el doctor me ha prohibido hacer trabajos
meticulosos. Pero por usted puedo hacer una excepción.
—Los doctores mienten —intervino el contable. Todos se rieron—. Tú no
les hagas caso —continuó animado por las risas—. El año pasado, durante la
Cuaresma, saltó un diente de un engranaje y fue a parar directamente a la
cabeza del viejo Kalmikov, abriéndole tal boquete que podían verse sus sesos.
El doctor afirmó que moriría. Sin embargo, hasta ahora el viejo sigue vivo y
trabajando. Lo único que le ocurre es que desde entonces tartamudea.
—Mienten, mienten los doctores pero no tanto —suspiró la tía—. El
difunto Piotr Andreich perdió la vista. Todos los días trabajaba en la fábrica
cerca de un horno, igual que haces tú, y se quedó ciego. El fuego no es
saludable para los ojos.
—Pero ¿para qué discutir más? —se animó Anna Akimovna—. Vamos a
beber. ¡Os felicito en estas fiestas, queridos míos! Con nadie bebo pero con
vosotros me vence la tentación… Todo sea por Dios.
Anna Akimovna pensaba que, después de lo ocurrido ayer, Pímenov la
despreciaba por su filantropía, pero la admiraba como mujer. Le miró y vio
que se comportaba con ternura e iba vestido correctamente. La levita, en
realidad, tenía las mangas un poco cortas, el talle demasiado alto y los
pantalones no eran ni modernos ni amplios, pero la corbata estaba anudada
con gusto y era menos chillona que la de los otros. Y, por lo visto, se trataba de
una persona obediente ya que se comía todo lo que la tía le iba poniendo en el
plato. Recordaba lo sucio y cansado que estaba ayer y estos recuerdos la
emocionaron.
Cuando los trabajadores se disponían a salir, Anna Akimovna le tendió la
mano a Pímenov para invitarle, de alguna forma, a que viniera a visitarla
cuando quisiera, pero no pudo: sentía que la lengua se le trababa. Y para que el
resto no pensara que Pímenov le agradaba, también les ofreció la mano a los
demás obreros.
Más tarde llegaron los alumnos del colegio del que era benefactora. Todos
llevaban el pelo corto y vestían blusas grises. El profesor, alto, imberbe, joven
y con manchas rojas en la cara, estaba muy nervioso y colocó a los niños en
filas. Los niños comenzaron a cantar al compás, pero sus voces eran
estridentes y desagradables. El director de la fábrica, Nazarich, calvo, de
mirada penetrante y del Rito Antiguo, nunca había hecho buenas migas con
los profesores; pero a éste en especial, al que saludaba con agitación, le odiaba
y despreciaba sin saber él mismo por qué. Le trataba con rudeza y sin
educación, demoraba el pago de su sueldo y se metía en los asuntos de la
enseñanza con el fin de exprimirlo completamente. Cuando faltaban dos
semanas para las fiestas, había contratado a un guarda para la escuela, pariente
lejano de su mujer y persona bebedora, que no obedecía al profesor y le decía
barbaridades delante de los alumnos.
Anna Akimovna conocía todo esto, pero no podía ayudarle porque ella
misma temía a Nazarich. Quería, al menos, mostrarse cariñosa con el maestro,
decirle que estaba muy contenta con él. No obstante, en algún momento
después del canto, él comenzó a sentirse confuso y a excusarse por algo; y
cuando la tía, que lo trataba familiarmente y le tuteaba, lo acercó a la mesa,
Anna Akimovna se sintió molesta y aburrida. Así que ordenó repartir
golosinas a los niños y se retiró a su habitación.
—Realmente en estos días de fiesta hay mucha crueldad —comentó para sí
al observar por la ventana cómo los chicos avanzaban desde el portal de la
casa a la salida, encogidos de frío y abrigándose con sus pellizas y abrigos—.
Realmente en las fiestas apetece descansar, quedarte en casa con los parientes,
y en cambio estos pobres chicos, como su profesor y los obreros, de alguna
manera se ven obligados a vagar por el frío, felicitar y mostrar su respeto a
todos, en una palabra, a estar confusos.
Mishenka, que permanecía de pie en la sala junto a la puerta, dijo al
escuchar esto:
—Nosotros no hemos inventado esta situación ni tampoco seremos los
últimos que la vivamos. Ciertamente me considero una ignorante, pero creo
que los pobres deben de mostrar su respeto hacia los ricos. Está dicho: «Dios
persigue a los miserables». Si se da cuenta, tanto en las cárceles como en los
albergues y en las tabernas siempre hay pobres durmiendo, y las personas
educadas siempre son ricos. De los ricos se dice «que el dinero llama al
dinero».
—Usted, Misha, siempre se expresa de una forma aburrida e
incomprensible —añadió Anna Akimovna y se dirigió al otro lado de la sala.
Eran poco más de las once. El silencio de las enormes habitaciones, sólo
roto a veces por el canto que llegaba de la planta inferior, invitaba al
aburrimiento.
Los adornos de bronce, los álbumes y los cuadros de las paredes, que
representaban el mar con barquitos, una pradera con vacas y paisajes del Rhin,
eran para ella bien conocidos y su mirada siempre pasaba de largo sin
detenerse en ellos. El ambiente animado de la fiesta comenzó a palidecer.
Aunque Anna Akimovna se consideraba buena persona y se sentía bonita y
especial, pensaba que ya no le importaba a nadie. Se preguntaba para quién y
para qué se había puesto un vestido tan caro. La soledad y la idea de que su
belleza, su salud y su riqueza eran sólo un engaño comenzaron a agobiarla, tal
y como le ocurría siempre en todas las fiestas. Creía que estaba de más en este
mundo porque nadie la necesitaba y nadie la quería. Deambuló por todas las
habitaciones canturreando y mirando por las ventanas. Al llegar a la sala no
pudo evitar hablar con Mishenka:
—No sé, Misha, qué idea tiene usted de sí mismo —dijo ella con un
suspiro—. Créame que Dios le castigará por su manera de proceder.
—¿A qué se refiere?
—Bien sabe usted a qué. Perdone que me meta en sus asuntos personales,
pero me parece que está destrozando su vida por culpa de su tozudez. Estará
de acuerdo conmigo en que ya tiene usted edad de casarse y ella es una chica
digna y encantadora. No encontrará otra igual. Es hermosa, inteligente,
humilde, abnegada y ¡qué figura tiene! Si perteneciera a nuestros círculos,
quedarían prendados de sus maravillosos cabellos pelirrojos. ¡Mire cómo
hacen juego sus cabellos con el tono de su cara! ¡Ay, Dios mío! ¡Usted no
comprende nada y no sabe realmente lo que necesita! —exclamó con
amargura Anna Akimovna y las lágrimas brotaron en sus ojos—. ¡Pobre chica!
¡Me da tanta pena! Estoy al tanto de que usted quiere encontrar una joven
adinerada, pero ya le he comentado que yo me encargo de la dote de Masha.
Mishenka se imaginaba a su futura esposa como una mujer alta, gruesa,
seria, piadosa, con andares de pavo real y un largo chal en los hombros y
Masha era delgada, fina, apretada por el corsé, su andar era corto y, lo más
importante, demasiado atractiva. Debido a esto, Mishenka de vez en cuando se
sentía atraído por ella, pero esa atracción, en su opinión, no era buena para el
matrimonio sino sólo para dejarse llevar por la lujuria.
Cuando Anna Akimovna le prometió pagar la dote, a Misha le asaltó la
duda. Un estudiante pobre que llevaba puesto un abrigo marrón por encima de
la casaca y que venía a traerle a Anna Akimovna una carta, admirado por la
belleza de Masha, no pudo contenerse y la abrazó en la planta de abajo cerca
del guardarropa. No obstante, éste fue rechazado por ella. Mishenka observó el
episodio en lo alto de la escalera y desde ese momento comenzó a sentir
repugnancia hacia ella. ¡Pobre estudiante! Si la hubiera abrazado un estudiante
rico o un oficial quizás las consecuencias hubieran sido totalmente diferentes.
—¿Por qué no la quiere usted? —preguntó Anna Akimovna—. ¿Qué más
le hace falta?
Mishenka se mantenía en silencio y sólo miraba al sillón y levantaba las
cejas.
—¿Ama usted a otra?
Silencio. Entró en la habitación la pelirroja Masha con cartas y tarjetas de
visita en una bandeja. Al adivinar que la conversación le concernía, se puso
colorada hasta sentir ganas de llorar.
—Los carteros han llegado —dijo ella—. Y también ha venido un
funcionario, un tal Chalikov, que está esperando abajo. Dice que usted le
ordenó que acudiera hoy por alguna cuestión.
—¡Qué desfachatez! —se enfadó Anna Akimovna—. ¡Yo no le he
ordenado nada! ¡Dile que se vaya! ¡Que no estoy en casa!
Sonó el timbre. Eran los curas de su parroquia. Siempre se les recibía en la
zona noble, es decir, en la parte superior. Poco después de los sacerdotes
llegaron el doctor y el director de la fábrica, Nazarich. Más tarde Mishenka
anunció al inspector de enseñanza primaria. Dio comienzo el desfile de
visitantes.
Cuando encontró unos minutos libres, se sentó en un profundo sillón del
salón y, cerrando los ojos, pensaba que su soledad era natural por el simple
hecho de que no se había casado y nunca se casaría. Pero ella no tenía la culpa.
De una vida con la clase trabajadora, en la que recordaba sentirse tan cómoda
e identificada, fue arrojada a estas enormes habitaciones donde nunca pudo
saber qué hacer con ella misma ni comprender con qué fin desfilaban ante ella
tantas personas. Su posición, que en ningún momento le había dado la
felicidad, le parecía insignificante e innecesaria.
«Debería de enamorarme y librarme de esta fábrica», pensó, y este único
pensamiento le produjo un cálido efluvio en el corazón.
Imaginaba cómo se deshacía en su conciencia de todos esos pesados
bloques, barracas, escuela… Después recordó a su padre y pensó que si
hubiera vivido más tiempo, seguramente la hubiera dejado casarse con una
persona sencilla, por ejemplo, con Pímenov. Incluso hubiera ordenado que se
casara con él y habría sido lo mejor: la fábrica estaría ahora en mejores manos.
Recordó la rizada cabellera de Pímenov, su acusado perfil, sus labios finos
e irónicos, su enorme fuerza en los hombros, en las manos, en su pecho y la
pericia con la que había examinado hoy su reloj.
—Pues la verdad —dijo para sí—, no estaría mal… Me casaría con él.
—¡Anna Akimovna! —Mishenka, que había entrado en la sala sin hacer
ruido, la llamó.
—¡Me ha asustado! —exclamó con estremecimiento—. ¿Qué quiere?
—Anna Akimovna —pronunció poniendo su mano en el corazón y
levantando las cejas—. Usted es mi señora y bienhechora, sólo usted puede
aconsejarme respecto al matrimonio, ya que para mí es como una madre. Pero
ordene que abajo no se rían y se burlen de mí. ¡No me dejan vivir!
—¡Y de qué forma se burlan de usted!
—Dicen Mishenka el de Mashenka.
—¡Ay, qué idioteces! —se encolerizó Anna Akimovna— ¡Qué tontos sois
todos! ¡Qué tonto es usted, Misha! ¡Qué harta me tenéis! ¡No os quiero ni ver!
EL ALMUERZO
Al igual que el año pasado, los últimos en llegar a la hora de las visitas
fueron el consejero de Estado en activo Krilin y el conocido abogado Lisevich.
Se presentaron cuando en el patio ya reinaba la oscuridad. Krilin era un viejo
de más de sesenta años, de boca ancha, patillas cubiertas de canas y cara de
lince. Llevaba puesta una guerrera de la que pendía un lazo con la Cruz de
Santa Ana y pantalones blancos. Estuvo durante largo tiempo apretando la
mano a Anna Akimovna, mirándola directamente a la cara y moviendo los
labios. Al final dijo con sosiego y sin cambiar de tono:
—Yo respetaba a su tío… y a su padre, y gozaba de la estima de ellos.
Ahora considero una deuda agradable, como puede apreciar, felicitar a su
respetada heredera, a pesar de mis achaques y de la distancia. Me alegro
mucho de verla con buena salud.
Lisevich tenía el cabello corto con canas tanto en el pelo como en la barba
y era apuesto, rubio y alto. Se distinguía por unas maneras
extraordinariamente educadas. Andaba contoneando el cuerpo, saludaba como
con desgana y, al hablar, alzaba los hombros; todo esto lo hacía con una gracia
descuidada. Era tan corpulento como rico. En una ocasión llegó a ganar
cuarenta mil rublos pero no se lo comentó a sus conocidos. Le gustaba comer
bien, particularmente todo tipo de quesos, trufas, rábanos aliñados y
mantequilla con cáñamos. En París, según sus palabras, comió en una ocasión
intestinos fritos sin lavar. Se expresaba de una forma coherente, suave, sin
titubeos y, sólo por presunción, se permitía pararse al hablar y chasquear los
dedos como escogiendo la palabra adecuada. Todo lo que decía en los juicios
ni él mismo se lo creía desde hacía tiempo, pero no le daba a eso ninguna
importancia —todos lo sabían y lo consideraban tradicional y normal—. Sólo
le llenaba lo original y lo extraordinario. La filosofía barata llegaba a
arrancarle las lágrimas si se presentaba de una manera original. Siempre
llevaba consigo dos libros de notas, repletos de expresiones ingeniosas de
diferentes autores, que leía. No obstante, cuando le hacía falta encontrar
alguna cita determinada, la buscaba desesperadamente en ambos libros sin
encontrarla. El difunto Akim Ivanich le ofreció en un momento de vanagloria
el puesto de abogado de la fábrica, con un sueldo de veinte mil rublos. Todos
los problemas de la fábrica se concentraron en dos o tres pequeños pleitos que
Lisevich encomendó a sus pasantes.
Anna Akimovna sabía que en la fábrica no hacía nada, pero no podía
prescindir de él: carecía de suficiente valentía y se había acostumbrado a él. Le
gustaba decir que era su consultor jurídico y llamaba prosa ordinaria a su
sueldo mensual. Anna Akimovna sabía que, después de la muerte de su padre,
se vendió un bosque que le pertenecía y Lisevich se embolsó más de quince
mil rublos que compartió con Nazarich. Al conocer este engaño, Anna
Akimovna lloró amargamente pero después se acostumbró.
Le felicitó y le besó ambas manos. Él la miró de pies a cabeza y frunció el
ceño.
—¡No hace falta! —exclamó con amargura—. Me reitero en que no hace
falta.
—¿De qué habla, Víctor Nicolaich?
—Digo que no hace falta que usted engorde. En su generación hay una
cierta tendencia a engordar. No hace falta —reiteró con voz suplicante y le
besó la mano—. ¡Usted es tan buena! ¡Es tan gloriosa! Aquí tenemos a una
eminencia —se dirigió a Krilin—. Es la única mujer en este mundo a la que
alguna vez amé seriamente.
—No es una hazaña. Conocer en nuestros tiempos a Anna Akimovna y no
amarla es imposible.
—¡Yo la admiro! —dijo el abogado con sinceridad pero con su peculiar
gracia—. La amo no por el simple hecho de que yo sea hombre y ella mujer:
cuando estoy con ella me parece que es un tercer sexo y yo un cuarto, y nos
vamos juntos al mundo de los finos colores florales y nos fundimos allí con el
espectro. Quien mejor describe esta clase de relaciones es Leconte de Lisle.
Tiene unos pasajes sublimes, admirables…
Lisevich buscó en uno de sus libritos, luego en el otro y al no encontrar la
frase adecuada se serenó. Comenzaron a hablar del tiempo, de la ópera, de que
pronto llegaría Duse. Anna Akimovna recordó que el año pasado Lisevich y
Krilin también almorzaron con ella y, cuando se preparaban para marcharse,
les suplicó sinceramente que, si ya no tenían a nadie más a quien visitar, se
quedaran a comer con ella. Los invitados estuvieron de acuerdo.
Además del almuerzo habitual, que estaba compuesto por shchi, cerdo y
ganso con manzana, en las grandes fiestas preparaban en la cocina el llamado
almuerzo francés o «del cocinero», por si se daba el caso de que deseara
probarlo alguno de los invitados de la planta superior. Cuando comenzó a oírse
en el comedor el ruido de la vajilla, Lisevich empezó a excitarse. Se frotó las
manos, se encogió de hombros, frunció las cejas y se dispuso a relatar de
manera afectada los almuerzos que daban los antiguos dueños y qué
maravillosos platos de lota sabía hacer el cocinero de aquí: ¡No eran platos de
lota sino un descubrimiento! Probó la comida y comió pensativo disfrutando
de ella. Anna Akimovna le condujo del brazo al comedor. Se bebió una copa
de vodka y se colocó en la boca un trozo de salmón —entonces también se
relamió de gusto—. Masticaba el bocado de una forma asquerosa, abriendo la
boca, haciendo ruidos con la nariz y con ojos ávidos.
Los entrantes fueron suntuosos. Había, entre otras cosas, setas blancas
frescas con smetana y salsa provenzal de ostras fritas, y cangrejos repletos de
fuertes especias. El almuerzo en sí estaba compuesto de platos delicados y los
vinos eran excelentes. Mishenka atendía la mesa canturreando. Cuando servía
algún plato nuevo, quitaba la tapadera a la sartén o escanciaba vino, lo hacía
como los magos, majestuosamente. El abogado, al ver el aspecto de su cara y
su forma de andar, parecida a la primera figura del cotillón, pensó en varias
ocasiones que era tonto.
Después del tercer plato, Lisevich dijo dirigiéndose a Anna Akimovna:
—¡Mujer fin de siècle! Pienso que una mujer joven y rica tiene que ser
independiente, inteligente, delicada, valiente y un poco libertina. Sólo un poco
libertina porque, y estarán de acuerdo, la hartura cansa. A usted, querida mía,
no le conviene vegetar o vivir como el resto del mundo, sino disfrutar de la
existencia y un poco de libertinaje es la salsa de la vida. Sumérjase en un mar
de flores de aroma embriagador, ahóguese en almizcle, hártese de hachís y, lo
más importante, ame sin parar. Para comenzar, si yo fuera usted, tendría siete
maridos, uno por cada día de la semana, y a uno le llamaría lunes, a otro,
martes, al tercero, miércoles, etc…, para que cada uno supiera su día.
Esta conversación asustaba a Anna Akimovna. No comió nada y sólo
bebió una copa de vino.
—¡Déjenme decirles de una vez —exclamó— que no comprendo el amor
sin familia! Estoy sola como la luna en el cielo y, además, en cuarto
menguante.
Digan lo que digan, estoy segura de que esa mengua sólo puede ser
completada con amor en el sentido tradicional. Este amor, según mi punto de
vista, determina mis responsabilidades y mi trabajo, y alumbra mi forma de
ver el mundo. Espero que el amor me regale la paz y la tranquilidad que mi
espíritu necesita. Quiero algo más que almizcle, espiritismos y fin de siècle…
en una palabra —dijo ruborizándose—, marido e hijos.
—¿Desea casarse? ¿No veo por qué no? Es posible —continuó Lisevich—.
Debe experimentarlo todo: el matrimonio, los celos, la dulzura del primer
engaño e incluso los hijos… Pero hay que darse prisa en esta vida, dese prisa,
querida, el tiempo vuela, no espera…
—¡Entonces encontraré a alguien y me casaré! —replicó mirando la cara
satisfecha de su interlocutor—. Me casaré con la persona más corriente, con la
persona más ruin y brillaré de felicidad. Me casaré con un trabajador sencillo,
con cualquier mecánico o copista.
—No veo que eso esté mal. Gertsoginia Josiana se enamoró de
Gwynplaine y se le permitió por el simple hecho de que era Gertsoginia. A
usted todo se le permite porque se sale de lo corriente. Si usted, querida,
quiere enamorarse de un negro o de un árabe, no se avergüence, váyase con un
negro, no se prive de nada. Tiene que ser tan valiente como sus deseos. No se
deshaga de ellos.
—¿Tan difícil es que me comprendan? —preguntó admirada Anna
Akimovna, y las lágrimas brillaron en sus ojos—. Desearía que comprendieran
de una vez que de mí depende algo muy importante, es decir, dos mil
trabajadores por los cuales tengo que responder ante Dios. Son personas que
trabajan para mí y muchos de ellos pierden la vista y también se quedan
sordos. ¡Me da miedo vivir! ¡Tengo miedo! Estoy sufriendo y ustedes tienen la
crueldad de hablarme de negros… y encima os reís —Anna Akimovna golpeó
en la mesa con un puño—. ¡Continuar con la vida que llevo ahora mismo y
casarme con una persona cobarde y desocupada como yo sería un crimen! ¡No
puedo aguantar más! —exclamó ardientemente—. ¡No puedo!
—¡Qué buena es! —dijo Lisevich admirado—. ¡Dios mío, pero qué buena
es! Mas ¿por qué se enfada, querida? Admitamos que no llevo razón, pero
¿acaso cree usted que va a mejorar la suerte de los obreros si, en aras de unas
ideas muy respetables, se pasa el tiempo aburrida y se priva de todos los
placeres de la existencia? ¡Nada de eso! ¡No! ¡Hace falta buscar el placer! —
decidió—. Es necesario que usted se abandone a la lujuria. ¡Dese cuenta de
ello, querida! ¡Dese cuenta!
Anna Akimovna se tranquilizó tras confesar lo que pensaba. Le gustaba
cómo se había expresado y lo sincera que había sido. En este momento estaba
segura de que si, por ejemplo, Pímenov le declarara su amor, se iría con él sin
pensárselo.
Mishenka comenzó a servir champán.
—Tiene usted la virtud de enfurecerme, Víctor Nicolaich —comentó
brindando con el abogado—. Me enoja que dé consejos sin conocer nada de la
vida. Según usted, si alguien es mecánico o copista ¿significa que se trata de
un bruto o un ignorante? Pues sepa que son muy inteligentes, personas
extraordinarias.
—Yo respetaba y conocía a su padre y a su tío —dijo pausadamente Krilin,
que permanecía sentado tieso como una estatua y no había dejado de comer en
ningún momento—. Eran muy inteligentes y de elevadas cualidades
espirituales.
—De acuerdo, conocemos esas cualidades —murmuró el abogado, y pidió
permiso para fumar.
Cuando terminó el almuerzo, Krilin se fue a descansar. Lisevich apuró su
puro y, harto de comer, tambaleándose, siguió a Anna Akimovna a su
despacho. Los rincones decorados con fotografías, los abanicos de las paredes
y el farol rosa y azul de siempre que colgaba del techo denotaban un aspecto
impersonal y pasado de moda. Los recuerdos de algunas de sus novelas, de las
cuales se avergonzaba, tenían relación con este farol. El despacho de Anna
Akimovna, con las paredes desnudas y un mobiliario sin gusto, le encantaba.
Se sentía muy cómodo sentado en el diván turco y mirando desde allí a Anna
Akimovna, que solía tumbarse en la alfombra junto a la chimenea, con las
manos sobre sus rodillas, contemplando el fuego y absorta en algún
pensamiento. En tales momentos parecía aflorar su sangre de campesina y de
starovier.
Después del almuerzo, cuando servían los licores, él a menudo se animaba
y le comentaba las diferentes novedades literarias. Hablaba de una forma
amanerada, inspirada y se metía en su propio relato. Ella siempre que le
escuchaba pensaba que por oírle pagaría no sólo doce mil rublos sino hasta
tres veces más y le perdonaba todo lo que no le gustaba de él. En ocasiones
contaba el argumento de relatos e incluso de novelas y para ella el tiempo
volaba. Esta vez comenzó a hacerlo de una forma agria, con voz débil y los
ojos cerrados.
—Querida, hace tiempo que no leo nada —dijo cuando ella le pidió que le
contara algo—. Sólo de vez en cuando a Julio Verne.
—Creí que me iba a contar algo nuevo.
—Algo nuevo —murmuró Lisevich de una manera soñolienta, y se hundió
más en el sillón—. No toda la literatura nueva, querida mía, es adecuada para
nosotros. Ciertamente tiene que ser tal y como es, y no reconocerla significaría
no reconocer el orden natural de las cosas, y yo lo reconozco…
Lisevich parecía estar quedándose dormido. Pero, pasado un minuto, se
escuchó de nuevo su voz:
—Toda la literatura nueva, a la manera del viento de otoño en una
chimenea, gime y aúlla: «¡Ay, infeliz! ¡Tu vida puede asemejarse a la de un
recluso! ¡Cuánta humedad y oscuridad sientes en la cárcel! ¡Ay, morirás
irremediablemente y no tienes salvación!». Esto es extraordinario, pero yo
hubiera preferido la literatura que te enseña cómo escapar de la cárcel. De
todos los escritores contemporáneos sólo leo a Maupassant —Lisevich abrió
los ojos—. ¡Un buen escritor! ¡Un escritor excelente! —Lisevich se movió en
el diván—. ¡Un artista admirable! ¡Un artista espeluznante, milagroso,
sobrenatural! —Lisevich se levantó del diván y levantó su mano derecha—.
¡Maupassant! —exclamó entusiasmado—. Querida, lea a Maupassant. Una de
sus páginas le aportará más que toda la riqueza de la tierra. En cada línea se
descubre un horizonte nuevo. Los movimientos suaves y tiernos del espíritu se
vuelven sensaciones fuertes y furiosas. Su espíritu, bajo la presión de cuarenta
mil atmósferas, se convierte en un trozo insignificante de alguna materia
indeterminada de color rosado que, tal y como me parece, si lo pudiéramos
poner en la lengua produciría un sabor voluptuoso, áspero. ¡Qué frenesí de
gradaciones, de motivos, de melodías! Usted se tranquiliza en un ambiente de
rosas y lirios y, de repente, un pensamiento terrible, excelente, irresistible
vuela hacia usted como una locomotora que le arroja un vapor caliente y le
ensordece con un silbido. ¡Lea, lea a Maupassant! ¡Querida, se lo exijo!
Lisevich movió las manos y con gran nerviosismo iba de un rincón a otro.
—No, esto no es posible —dijo desesperado—. Su última cosa me ha
dejado exhausto, me ha embriagado. Pero me temo que a usted le va a dejar
indiferente. Para que le guste debe saborearlo, exprimir el zumo de cada
párrafo, beberlo… Hay que beberlo.
Después de un largo preámbulo salpicado de palabras como
«voluptuosidad demoníaca», «red de nervios sutilísimos», «limpio como el
cristal», comenzó por fin a relatar el contenido de la novela. Esta vez no lo
contó de una manera tan extravagante, sino con muchos detalles, exponiendo
de memoria descripciones completas y conversaciones: los personajes de la
novela le entusiasmaban y, caracterizándolos, se paraba en las poses, cambiaba
la expresión de la cara y la voz como un verdadero actor. Se reía en voz baja
de manera apasionada, sacudía las manos o se cogía la cabeza dando la
impresión de que le fuera a estallar. Anna Akimovna escuchaba con
admiración. Aunque ya había leído la novela, en el relato del abogado le
pareció mucho más bonita y compleja que en el libro. Le llamaban la atención
los diferentes matices, las expresiones felices y los pensamientos profundos,
pero ella sólo veía la vida, la vida, la vida… y a sí misma como si fuera un
personaje de la novela. Su espíritu se animó y ella, riéndose también y
moviendo los brazos, pensaba que no debía seguir viviendo así, que no había
necesidad de vivir mal si se podía vivir bien; recordaba las palabras que había
pronunciado durante la comida, se enorgullecía de ellas y, cuando en su
imaginación apareció de repente Pímenov, empezó a sentirse alegre y a desear
que él la amase.
Una vez terminado el relato, Lisevich, exhausto, se sentó en el diván.
—¡Qué gloriosa es usted! ¡Qué buena! —comenzó de nuevo pasados unos
minutos, con voz tan débil como la de un enfermo—. Yo, querida, soy feliz a
su lado, pero no comprendo por qué tengo cuarenta y dos años y no treinta.
Mis gustos y los suyos no coinciden: usted debería ser libertina y yo hace
tiempo que pasé esa fase y necesito un amor delicado. Desde el punto de vista
de las mujeres de su edad, yo ya estoy pasado de moda.
Lisevich adoraba a Turgueniev, que cantaba el amor, la pureza, la juventud
y la triste naturaleza rusa, pero no amaba el amor virginal de una forma
experimental, sino de oídas, como algo abstracto que existe fuera de la vida
real. Ahora estaba seguro de que amaba a Anna Akimovna de forma platónica,
ideal, aunque él mismo no sabía lo que eso significaba. Pero se sentía bien,
cómodo, cálido. Anna Akimovna le parecía una persona genial, muy original y
sabía que el sentimiento agradable que le producía estar con ella en ese
momento era lo que se conoce como amor platónico.
Puso la mejilla en la mano de ella y dijo con un tono con el que
normalmente se habla a los niños pequeños:
—Paloma mía, ¿Por qué me ha castigado usted?
—¿Cómo? ¿Cuándo?
—En estas fiestas no he recibido de usted ningún aguinaldo.
Anna Akimovna en ningún momento había escuchado que por las fiestas
se le enviaran aguinaldos al abogado y ahora se encontraba en una situación
complicada. ¿Cuánto le tendría que dar? Estaba claro que había que darle algo,
pues él lo esperaba, aunque la mirase con ojos llenos de amor.
—Se habrá olvidado Nazarich —se justificó—. Pero estamos a tiempo de
remediarlo.
Recordó los mil quinientos rublos del día anterior que estaban en su
dormitorio, en la mesita del tocador. Cuando trajo ese dinero y se lo dio al
abogado, se lo metió en el bolsillo con la gracia perezosa que le caracterizaba
y todo ello resultó afable y natural. La inesperada reclamación de la dádiva era
tan propia del abogado como oportunos los mil quinientos rublos.
—Merci —dijo Lisevich besando un dedo de Anna Akimovna.
En ese momento entró Krilin con cara de satisfacción por haber dormido,
pero ya sin condecoraciones.
Él y Lisevich permanecieron sentados todavía un rato, se bebieron una taza
de té y se prepararon para irse. Anna Akimovna estaba un poco emocionada…
había olvidado completamente dónde trabajaba Krilin y si hacía falta darle
dinero o no. Y si hacía falta no sabía si dárselo ahora o enviárselo en un sobre.
—¿Dónde trabaja? —le susurró a Lisevich.
—Cualquiera sabe… —murmuró el abogado bostezando.
Ella imaginó que si Krilin estuvo con su tío y su padre y sentía respeto
hacia ambos sería por algo: estaba claro que había hecho cosas buenas en
beneficio de ellos, a través de alguna institución benéfica. Al despedirse le
metió en la mano trescientos rublos, él se sorprendió y callando un minuto la
miró con ojos de estaño, pero después comprendió y dijo:
—Pero el recibo, mi muy respetada Anna Akimovna, no lo podrá recibir
antes de Año Nuevo.
Lisevich, mustio y pesado, se tambaleaba cuando Mishenka le ponía el
abrigo. Bajando tenía un aspecto totalmente débil y estaba claro que al punto
de sentarse en el trineo se dormiría.
—Su excelencia —le dijo a Krilin lánguidamente, parándose en mitad de
la escalera—. ¿No ha experimentado usted ese sentimiento producido por
alguna fuerza que parece estirarse más y más hasta convertirse en un fino
alambre? Eso se expresa, de manera subjetiva, en un sentimiento lujurioso y
particular que no es posible comparar con nada.
Anna Akimovna, de pie arriba, vio cómo cada uno le daba un billete a
Mishenka.
—¡No me olviden! ¡Hasta pronto! —les gritó y se fue a su dormitorio.
Se quitó rápidamente el vestido del que ya estaba aburrida y corrió hacia
abajo. Y cuando bajaba por la escalera, se reía y pataleaba como un niño.
Deseaba hacer travesuras.
LA NOCHE
La tía, vestida con una blusa de percal ancha, Barbarushka y dos viejas
estaban sentadas en el comedor y cenaban. Delante de ellas había sobre la
mesa un gran trozo de carne salada, jamón y diferentes aperitivos. La carne
salada, que contenía mucha grasa y presentaba muy buen aspecto, desprendía
un vapor que se alzaba hacia el techo. En la planta baja no acostumbraban a
beber vinos de uva, pero disponían de diferentes tipos de vodka y licores. La
cocinera Agafiushka que, gruesa, rubia y rolliza, estaba de pie junto a la puerta
con los brazos cruzados, charlaba con las viejas. Servía y retiraba la comida
Masha la de abajo, que era morena y llevaba un lazo de color rojo chillón en el
cabello. Las viejas parecían hartas de permanecer comiendo desde por la
mañana y una hora antes de la cena tomaron té con un pastel dulce de
mantequilla, dando la impresión de que comían por obligación.
—¡Ay, madrecitas! —gritó la tía cuando de repente entró en el comedor
Anna Akimovna y se sentó en una silla junto a ellas—. Ésta me ha dado un
susto de muerte.
A todos en la casa les agradaba cuando Anna Akimovna estaba de ánimo y
tonteaba. Les recordaba que los antiguos amos ya habían muerto y que, como
las viejas en la casa carecían de cualquier autoridad, cada uno podía vivir
como quisiera sin temor a que le exigieran nada. Solamente las dos viejas
desconocidas miraban con recelo de reojo a Anna Akimovna: ¡Estaba
cantando y en la mesa es pecado cantar!
—¡Madrecita nuestra, belleza, cuadro pintado! —comenzó dulcemente a
lamentarse Agafiushka—. ¡Diamante apreciado nuestro! La gente ha venido a
verla, los generales, los oficiales, los señores. He mirado por la ventana, los he
contado y terminé cansada.
—¡Por mí, mejor que ni siquiera hubieran venido esos canallas! —la tía
miró tristemente a su sobrina y añadió—. ¡Lo único que hacen es robarle el
tiempo a mi pobre huérfana!
Anna Akimovna se sentía hambrienta, ya que desde por la mañana no
había probado bocado. Le sirvieron una bebida muy amarga. Se la tomó,
comió un poco de carne salada con mostaza y advirtió que estaba
extraordinariamente sabrosa. Después Masha la de abajo también le ofreció
pavo, manzanas en almíbar y grosellas, todo muy del gusto de Anna
Akimovna. Sin embargo, el calor que desprendía la chimenea de azulejos, que
hacía que todos tuvieran las mejillas sonrojadas, no fue de su agrado. Después
de la cena recogieron el mantel y pusieron un plato con alfajores de menta,
cacahuetes y pasas.
—¡Siéntate tú también! ¡Qué haces ahí! —le gritó la tía a la cocinera.
Agafiushka suspiró y se sentó a la mesa, Masha le puso también una copa
para la bebida. Anna Akimovna tuvo la sensación de que el blanco cuello de la
cocinera exhalaba el mismo calor que la estufa. Hablaron de todo un poco: de
qué difícil era casarse en estos tiempos, de que antes los hombres se veían
atraídos por la belleza de la mujer o por su dinero y ahora no se entiende qué
es lo que quieren. Antes sólo las jorobadas y las cojas se quedaban solteras y
ahora no se fijan ni en las ricas ni en las bonitas. La tía achacó todo esto a la
inmoralidad moderna y a la desaparición del temor de Dios. Sin embargo,
recordó de pronto que su hermano, Ivan Ivanich, y Barbarushka, muy santitos
los dos y muy beatos, traían al mundo hijos ilegítimos y los mandaban al
hospicio. Se dio cuenta de lo que decía y cambió de conversación. Siguió
comentando que hace tiempo tuvo un novio de la fábrica que la quería mucho,
pero sus hermanos le obligaron a casarse por la fuerza con un viudo pintor de
iconos que, gracias a Dios, murió a los dos años. Masha la de abajo se sentó
también a la mesa, adoptando un aspecto misterioso, y comentó que hacía ya
una semana que todos los días por la mañana aparecía en el patio una persona
desconocida con bigotes negros y un abrigo de cuello de astracán que entraba,
miraba por la ventana de la casa grande y seguía adelante hacia las barracas.
Según sus palabras, este hombre era bastante apuesto y con buena planta.
Al oír todos estos comentarios, a Anna Akimovna le entraron deseos de
casarse, lo ansiaba amargamente. Daría media vida y toda su hacienda porque
en la planta de arriba le esperase una persona cercana a la que amar
profundamente y que esa persona también la quisiese y sufriera por ella. Y
este pensamiento bello, e imposible de explicar con palabras, excitaba su
espíritu. Su instinto juvenil le aseguraba que aún estaba por venir la verdadera
poesía de la vida: lo creyó así y al apoyarse en el respaldo de la silla —sus
cabellos se soltaron en ese preciso momento— comenzó a reír y, al verla,
también se rieron el resto de los presentes. Y en el comedor comenzó a reinar
una risa injustificada.
En ese preciso momento anunciaron la llegada de Zhuzhelitsa, que venía a
pasar la noche. Se trataba de una peregrina a la que llamaban Pasha o
Spiridonovna. Era una mujer pequeña, delgada y de unos cincuenta años. Iba
vestida de negro y llevaba un pañuelo blanco. Tenía una mirada muy
penetrante y nariz y barbilla puntiagudas. Poseía una mirada muy atenta y
escarnecedora. Observaba de tal forma que parecía que atravesaba a todos con
la mirada. Sus labios tenían forma de corazón. Debido a su odio y la
agresividad de sus burlas, en las casas de los mercaderes la llamaban «La
Escarabajo».
Entró en el comedor sin mirar a nadie y se dirigió a los iconos cantando en
voz alta Tu nacimiento, El día de la Virgen y Nace Cristo, después se volvió y
atravesó a todos con su mirada.
—¡Felices Fiestas! —exclamó y besó en un hombro a Anna Akimovna—.
Me ha costado gran esfuerzo llegar hasta vosotras, mis bienhechoras —besó a
la tía en el hombro—. Vine a veros por la mañana, pero yendo de camino
quise descansar en casa de buenas personas. «Quédate», «quédate,
Spiridonovna» y se me echó la noche encima.
En la casa sabían que ella no probaba la carne, así que le ofrecieron caviar
y salmón. Comió mirando a todos de reojo y se bebió tres copas de vodka.
Una vez hubo comido, rezó a Dios e hizo una reverencia a Anna Akimovna.
Al igual que en años anteriores, se pusieron a jugar a los reyes y toda la
servidumbre de ambas plantas se agolpó en la puerta para seguir el juego.
Anna Akimovna creyó ver en dos ocasiones, entre las mujeres y los
campesinos de la servidumbre, la cara de Mishenka con una sonrisa
bonachona. Zhuzhelitsa fue la primera en llegar a reina y Anna Akimovna
tuvo que pagarle un tributo, pues quedó de soldado. Después la tía fue reina y
Anna Akimovna campesino, con la consiguiente alegría de todos. Agafiushka
subió al rango de princesa y se ruborizó de alegría. Al otro lado de la mesa
todavía seguían la partida ambas Mashas, Barbarushka y la costurera Marfa
Petrovna, a la que despertaron para que viniese a jugar y por eso tenía cara de
sueño y de mal humor.
Durante el juego, la conversación versó sobre hombres, sobre lo difícil que
era ahora encontrar una buena persona y sobre cuál era el verdadero destino:
quedarse soltera o casarse.
—Chica, tú eres bonita, tienes salud, eres fuerte —dijo Zhuzhelitsa a Anna
Akimovna—. Lo único que no comprendo, amiga, es para quién te reservas.
—¿Qué puedo hacer si nadie se fija en mí?
—¿O es que has hecho promesa de quedarte soltera? —continuó
Zhuzhelitsa, como si no escuchara—. Tampoco está mal, quédate… quédate
—repitió mirando las cartas, entre burlona y atenta—. Quédate soltera,
hermana…, sí…, sí… Pero te advierto que entre esas reverendas solteras las
hay muy distintas —suspiró y puso el rey sobre la mesa—. ¡Muy distintas,
madrecita! Unas se conservan al igual que las monjas y no muerden la
manzana, y si alguna tiene un descuido, la pobre se atormenta y no para de
renegar del pecado. En cambio, hay otras que van vestidas de negro y se cosen
a sí mismas mortajas, pero andan a escondidas con viejos ricos. Sí, sí,
palomitas mías. Hay bribonas que engatusan a un viejo, palomitas mías, y lo
manejan como quieren, lo marean, lo marean y, una vez han conseguido de
ellos el máximo dinero y bonos de juego, le hacen estirar la pata en uno de
esos mareos.
En respuesta a estas alusiones, Barbarushka suspiró y miró el icono. En su
cara se dejó ver la resignación cristiana.
—Conozco a una soltera de esa clase, una vil enemiga mía —continuó
Zhuzhelitsa mirando a todos de una manera triunfante—. No hace otra cosa
que suspirar y mirar las imágenes y los santos, ¡alma del diablo! Recuerdo
cómo tenía engatusado a un viejo rico. En aquel tiempo ibas a verla, te daba
cualquier cosa, te ordenaba que bajaras la cabeza hasta el suelo y te soltaba un
sermón: «Dio a luz, pero conservó su virginidad». Durante las fiestas te
entregaba una limosna y los demás días, un coscorrón. Pero ¡ahora me puedo
reír de ella! ¡Y cómo me río, tesoros!
Barbarushka de nuevo miró el icono y se santiguó.
—¡Nadie me quiere, Spiridonovna! —interrumpió Anna Akimovna con el
fin de cambiar la conversación—. ¿Qué podemos hacer?
—¡Tú misma eres la culpable, querida! Estás esperando a hombres
educados y ricos, pudiendo casarte con alguien como tú, con un tendero, por
ejemplo…
—¡Eso no! —exclamó la tía nerviosa—. ¡La Reina del cielo nos libre! Un
noble malgastará tu dinero pero siempre tendrá piedad de ti, tontuela. Un
tendero, en cambio, te tendrá más derecha que una vela y serás una esclava en
tu propia casa. Querrás que te dé cariño y él se distraerá cortando cupones. Te
sentarás a comer con él y te echará en cara hasta un mendrugo de pan, el muy
palurdo. ¡Cásate con un noble!
Comenzaron a hablar todos a la vez, interrumpiéndose unos a otros. La tía
golpeó en la mesa con un cascanueces y gritó roja y enfadada:
—¡Con un tendero, no! Si metes a uno en casa, me voy a un asilo.
—¡Silencio! —gritó Zhuzhelitsa y, cuando todos se habían callado, entornó
un ojo y continuó:
—¿Sabes qué, Anushka, palomita mía? Casarse como se casan los demás
no tiene sentido para ti. Eres una persona rica, libre, dueña de ti misma, pero
tampoco es plan que te quedes soltera, hijita. Te encontraré, sabes, a alguien
sencillo y bobalicón, tomarás el sacramento como tapadera y entonces, ¡a
divertirse tocan! A tu marido le metes en el bolsillo cinco o diez mil rublos y
que se vuelva por donde haya venido. De esa forma seguirás siendo la señora
en tu casa. Después, enamórate de quién quieras y nadie te lo podrá echar en
cara. Entonces sí que podrás amar a tus nobles e instruidos. ¡Eso no será vida,
será un paraíso!
Zhuzhelitsa chasqueó los dedos y silbó:
—¡A divertirse tocan!
—¿Y el pecado? —dijo la tía.
—Ah, ¿el pecado? —rio Zhuzhelitsa—. Anna es una muchacha instruida.
Estoy segura de que degollar a una persona o sorberle los sesos a un viejo es
pecado, pero amar a tu ser más querido está lejos de serlo. ¿Qué pecado ni qué
niño muerto? No hay ningún pecado en ello. Todo eso lo han inventado las
beatas para engañar a la gente sencilla. Yo también voy diciendo por ahí:
«Pecado, pecado», sin saber yo misma lo que digo.
Zhuzhelitsa se bebió el licor, carraspeó y gritó dirigiéndose, en esta
ocasión, por lo visto, a sí misma:
—¡A divertirse tocan! Durante treinta años, abuelitas mías, he pensado en
el pecado y le he tenido miedo. Ahora veo que he perdido el tiempo
tontamente. ¡Tonta de mí! —suspiró—. La vida de la mujer es corta y hay que
aprovechar cada hora y cada día. Ahora eres bonita y rica, pero en cuanto
cumplas los treinta y cinco o los cuarenta, date por acabada. No hagas caso a
nadie. Te dará tiempo a rezar, hincarte de rodillas y coserte la mortaja. Si le
pones una vela a Dios, ¡enciéndele otra al diablo! ¡Tíralo todo por la ventana!
¿Qué te parece? ¿Quieres hacer feliz a un desgraciado?
—Sí que quiero —rio Anna Akimovna—. Ya me da todo igual, me casaría
con una persona sencilla.
—¡Muy bien! ¡Qué mozo podrías elegir!
Zhuzhelitsa entornó los ojos y movió la cabeza.
—Es lo que yo le digo —dijo la tía—. Mejor le vendría un hombre más
simple que un tendero, ya que no se va a casar con un noble. Al menos habría
amo en la casa. ¡Pues anda que tienes pocos para escoger! Incluso podría ser
uno de la fábrica. Todos son serios, pero amigos de la bebida.
—¡Vaya que sí! —estaba de acuerdo Zhuzhelitsa—. Unos mozos
estupendos. ¿Quieres, tía, que case a Anushka con Vasili Lebedinski?
—Vasia tiene las piernas muy largas —respondió seria la tía—. Está muy
flaco. Le falta figura.
En el corrillo cercano a la puerta se oyó la risa.
—Con Pímenov, ¿quieres casarte con Pímenov? —preguntó esta vez a
Anna Akimovna.
—¡Cásame con Pímenov!
—¿De veras?
—¡Cásame! —decidió Anna Akimovna con un golpe en la mesa—. ¡Me
casaré!, ¡Palabra de honor!
—¿Lo dices en serio?
Anna Akimovna sintió una vergüenza repentina al notar cómo sus mejillas
se tornaban coloradas y de que todos clavaran sus miradas en ella. Revolvió
todas las cartas y salió de la habitación. Subió corriendo por la escalera y llegó
a la parte superior. Una vez allí se sentó al piano en la sala de invitados. De la
planta de abajo llegaba un rumor semejante al rugido del mar: estaba claro que
hablaban de ella y de Pímenov. Zhuzhelitsa, aprovechando que Anna no
estaba, habría ofendido abiertamente a Barbarushka sin, naturalmente,
preocuparse ya de las formas.
En toda la planta superior ardía sólo una lámpara y su tenue luz penetraba
en la oscura sala a través de la puerta. Eran poco más de las nueve. Anna
Akimovna tocó un vals, después otro, después un tercero… tocaba sin parar.
Tenía la mirada fija en el rincón oscuro de detrás del piano, se sonreía, le
venían al pensamiento diferentes personas y sopesaba si debería marcharse a
la ciudad a ver a alguien, por ejemplo a Lisevich, y contarle lo que sentía en el
alma. Tenía ganas de hablar sin parar, reírse, tontear… Pero el rincón oscuro
de detrás del piano seguía silencioso y en todas las habitaciones de la planta
sólo habitaba el silencio. No había un alma.
Le gustaban las canciones sentimentales pero tenía una voz tosca, no
educada, y por eso sólo acompañaba y cantaba en voz baja, tarareándolas.
Susurraba romance tras romance, casi todos de amor, separación, esperanzas
perdidas e imaginaba cómo ella alargaba las manos y decía con lágrimas en los
ojos: «¡Pímenov quítame este peso de encima!». Y sólo cuando se le
perdonaran todos los pecados se sentiría mejor espiritualmente, sentiría alegría
y llevaría una vida más libre e incluso es posible que fuera feliz. Tocaba las
teclas con nostalgia y deseaba que el cambio en su vida se produjera lo antes
posible, pero le asaltó el temor al pensar que su situación actual continuaría
todavía un tiempo. Después tocó de nuevo, cantó en silencio y a su alrededor
todo permanecía tranquilo. Ya no llegaba el murmullo de la parte de abajo. Es
posible que se hubieran ido todos a dormir ya que eran más de las diez. Se
acercaba la noche solitaria, larga y aburrida.
Anna Akimovna paseó por todas las habitaciones, se recostó en el diván y
leyó en su despacho las cartas que había recibido por la tarde. Había doce de
felicitación y tres anónimas. En una de ellas un trabajador sencillo, con una
escritura terrible casi indescifrable, se lamentaba de que en la tienda de la
fábrica vendieran a los trabajadores en estas fiestas mantequilla amarga que
olía a queroseno; en otra, alguien acusaba abiertamente a Nazarich de que en
las últimas compras de hierro, había cogido un dinero ajeno valorado en mil
rublos; en otra, la tildaban de carecer de humanidad.
La alegría de la fiesta estaba apagándose y, para prolongarla un poco más,
Anna Akimovna se sentó de nuevo al piano e interpretó en silencio uno de los
nuevos valses. Después se acordó de qué forma tan inteligente y honrada había
hablado hoy durante el almuerzo. Miró alrededor las oscuras ventanas, las
paredes con los cuadros y la tenue luz que provenía de la sala y, de repente,
lloró desconsoladamente al sentirse tan sola y no tener a nadie que le diera un
consejo. Para animarse, intentó dibujar a Pímenov en su imaginación, pero ya
no le salía nada.
Dieron las doce. Entró Mishenka y ya no vestía el frac sino una chaqueta.
En silencio encendió dos velas. Después salió y volvió a entrar con una taza de
té en una bandeja.
—¿De qué te ríes? —preguntó ella al darse cuenta de que en su cara se
dibujaba una sonrisa.
—He estado abajo y he escuchado cómo ha bromeado con el tema de
Pímenov —nada más decirlo se tapó la boca con la mano—. Yo le sentaría a
comer con Víctor Nicolaich y con el general y se moriría de horror —los
hombros de Mishenka estaban temblando por la risa—. ¡No sabe ni coger el
tenedor!
La risa del lacayo, sus palabras, la chaqueta y sus bigotes produjeron en
Anna Akimovna una impresión de suciedad. Cerró los ojos para no verlo y, sin
querer, imaginó a Pímenov almorzando junto a Lisevich y Krilin. Su tímida
figura, que no se parecía a la de un intelectual, se le antojó mezquina,
incompetente y desagradable. Y sólo en este momento, la primera vez durante
el día, comprendió con claridad que todo lo que había pensado y hablado sobre
Pímenov y sobre el matrimonio con un trabajador sencillo era pura vaciedad,
estupidez e, incluso, despotismo. Para persuadirse de lo contrario y vencer su
repugnancia, quiso acordarse de las palabras que dijo durante el almuerzo,
pero ya no pudo coordinarlas. La vergüenza por sus pensamientos y sus
acciones, el miedo de que hubiera dicho algo de más y la repugnancia hacia su
propia cobardía le alteraban muchísimo. Cogió una vela y rápidamente, como
si alguien le persiguiera, bajó a la planta inferior. Despertó a Spiridonovna y
empezó a advertirle que estaba bromeando. La pelirroja Masha, que dormitaba
en el sillón cerca de la cama, se levantó de un salto y comenzó a poner bien la
almohada. Tenía cara de cansancio y de sueño, y la hermosa cabellera la caía a
un lado.
—Por la tarde ha venido de nuevo Chalikov —dijo con un bostezo— y no
me he atrevido a decírselo antes. Venía de nuevo borracho. Dice que mañana
volverá.
—¿Qué quiere de mí? —se enfadó Anna Akimovna y golpeó con el tacón
en el suelo—. ¡No quiero ni verlo! ¡No quiero!
Decidió que no le quedaba nadie en la vida, excepto Chalikov. Y él ya no
dejaría de acosarla y recordarle día tras día la vida tan poco interesante y
absurda que tenía ¡Sólo servía para ayudar a los pobres! ¡Qué tontería!
Se acostó sin desvestirse y comenzó a llorar de vergüenza y aburrimiento.
Lo que más absurdo le parecía a Anna Akimovna era que los sueños referentes
a Pímenov eran honestos, elevados y generosos. Sin embargo, al mismo
tiempo, sentía que Lisevich, e incluso Krilin, le eran más cercanos que
Pímenov y todos los trabajadores juntos. Anna Akimovna consideró que si
fuera posible trasplantar a un cuadro todo lo malo y lo ramplón del día recién
extinguido, por ejemplo el almuerzo, las palabras del abogado o el juego de
cartas aparecerían representando la verdad, mientras que la conversación sobre
Pímenov sobresaldría del resto como exponente de lo falso y lo forzado. Y
pensó que ya era tarde para soñar con la felicidad, que todo había muerto. Le
parecía tan imposible volver a aquella vida en la que dormía bajo la misma
manta con su madre como crear otra nueva y particular.
La pelirroja Masha estaba de rodillas delante de la cama y la miraba
tristemente. Después comenzó a llorar y puso su cara sobre las manos de Anna
Akimovna. No hacían falta palabras para expresar el motivo de su pesar.
—Somos un par de tontas —dijo Anna Akimovna, llorando y a la vez
riendo—. ¡Somos tontas! ¡Qué tontas somos!

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